El final de un sueño: 25 años del accidente del Concorde
Antes del accidente del vuelo 4590 de Air France, en el año 2000, el Concorde había volado durante más de 24 años sin ningún problema grave de seguridad, lo que llevó a la creencia generalizada de que era impensable que pudiera caer del cielo.Fue el único accidente en toda su historia operativa, pero también fue el principio del fin. Aunque la causa del siniestro no fue directamente atribuible al avión, el impacto fue devastador y marcó el ocaso de una era.
A las 14:42 horas del 25 de julio del año 2000, el vuelo 4590 de Air France iniciaba la carrera de despegue desde la pista 26R del aeropuerto París-Charles de Gaulle con destino Nueva York. A bordo viajan 109 personas: 100 pasajeros y 9 tripulantes. Es un vuelo regular, operado por un Concorde matrícula F-BTSC, el avión comercial más avanzado de su tiempo. Nada parece fuera de lo normal.
Al mando de la aeronave se encuentra el capitán Christian Marty, de 54 años. Con 13.477 horas de vuelo, Marty, que también es instructor de vuelo, es uno de los pilotos más experimentados y respetados de Air France. Además, es todo un héroe nacional en Francia. Está especializado en windsurf de larga distancia, así como en conducción de rallies, ciclismo, esquí y ala delta, y ha sido uno de los pioneros en cruzar el Atlántico en una tabla de surf. Su primer oficial y copiloto es el también muy experimentado piloto Jean Marcot, de 50 años y 10.035 horas de vuelo. Completan la tripulación técnica un ingeniero de vuelo, Gilles Jardinaud, de 58 años y 12.532 horas de experiencia, así como seis auxiliares de vuelo.
Pocos minutos antes, un McDonnell Douglas DC-10 de Continental Airlines había despegado desde la misma pista. Durante la maniobra, y sin que la tripulación lo advirtiera, una delgada lámina metálica —una tira de desgaste del carenado reverso del motor número 3— se desprendió y quedó sobre el asfalto. Fabricada de forma incorrecta, en aleación de titanio y cortada de manera irregular, aquel fragmento de apenas 43 centímetros de longitud y tres de ancho iba a desencadenar una catástrofe.
Durante la carrera de despegue, el Concorde pasa por encima del fragmento que actúa como una cuchilla. El neumático número 2 del tren principal izquierdo revienta de forma instantánea. Un trozo de caucho de unos 4,5 kilogramos es proyectado a más de 140 metros por segundo y golpea la parte inferior del ala izquierda con una fuerza colosal. El impacto genera una onda de presión interna que rompe el depósito de combustible número 5 en su punto más vulnerable, justo sobre el tren de aterrizaje.
Los trozos de goma y metal comienzan a volar en todas direcciones, rompiendo cables, dañando las puertas del tren de aterrizaje y golpeando la parte inferior del ala. El combustible empieza a salir abundantemente y, en cuestión de segundos, el fuego se extiende por el ala y comienza a afectar a los sistemas hidráulicos y eléctricos. La potencia de los motores 1 y 2, ambos en el ala izquierda, se reduce drásticamente. El comandante Christian Marty intenta ganar altura para evitar una zona densamente poblada, pero la pérdida de empuje y la aerodinámica comprometida hacen imposible mantener el vuelo. El tren de aterrizaje no puede retraerse debido a daños en una de las puertas, lo que aumenta la resistencia y la dificultad para mantener la altitud.
Ardiendo en el cielo, el Concorde apenas es capaz de sostenerse en el aire. Sin la velocidad suficiente para mantener la altitud, con solo dos motores y el tren de aterrizaje extendido, la aeronave entra en un bucle mortal: la velocidad empieza a disminuir rápidamente, la capacidad del ala izquierda para producir sustentación se está destruyendo por el fuego. Finalmente, apenas dos minutos después del despegue, el Concorde impacta contra el hotel Les Relais Bleus, en la localidad de Gonesse, a las afueras de París. No hay supervivientes.
Qué ocurrió
La investigación llevada a cabo por la Oficina de Investigación y Análisis para la Seguridad de la Aviación Civil (Bureau d'Enquêtes et d'Analyses pour la Sécurité de l'Aviation Civile o BEA por sus siglas en francés), reveló que la causa principal del accidente no estuvo un fallo estructural ni de un defecto de diseño del Concorde. Lo sucedido fue el resultado de una cadena de factores altamente improbables que, combinados, derivaron en una situación catastrófica. El depósito de combustible afectado no contaba con ningún tipo de blindaje interno que pudiera haber mitigado el impacto de fragmentos proyectados a alta velocidad. No estaba concebido para resistir un fenómeno tan improbable como una onda de presión generada por la desintegración de un neumático.Además, el tren de aterrizaje del Concorde ya presentaba indicios de anomalía antes del despegue. Un miembro de la tripulación del servicio anterior había informado de dificultades para retraer el tren tras el despegue. A pesar de ello, la aeronave fue despachada.
El incendio resultante, alimentado por una fuga masiva de combustible a través de la brecha abierta en el depósito número 5, fue inmediato y devastador. La combinación de llamas, pérdida de potencia y daños estructurales privó a la tripulación de cualquier posibilidad real de recuperación.
El fragmento metálico que provocó este desenlace no debería haber estado allí. Se trataba de una tira de desgaste instalada en uno de los inversores de empuje del DC-10 de Continental Airlines. La investigación revelaría que había sido fabricada e instalada incorrectamente por un mecánico de la compañía: utilizó titanio en lugar de acero inoxidable, cortó la pieza de forma irregular y no alineó correctamente los orificios de los remaches, lo que facilitó su desprendimiento. Lo más grave es que, según declaró otro técnico, este tipo de prácticas eran habituales. No fue una anomalía, sino un síntoma.
En el ámbito judicial, un tribunal francés encontró inicialmente a Continental Airlines y a los mecánicos "penalmente responsables", pero una corte superior revocó estas condenas, aunque mantuvieron la "responsabilidad civil", por lo que la compañía norteamericana tuvo que abonar indemnizaciones. A pesar de ello, Continental Airlines continuó argumentando que el Concorde ya estaba en llamas antes de golpear la tira de metal.
Y a partir de entonces...
El accidente supuso un golpe devastador para el prestigio de una aeronave que, durante más de tres décadas, había encarnado la cima de la ingeniería aeroespacial civil. El Concorde era mucho más que un avión: era un símbolo tecnológico, una declaración de intenciones de lo que Europa era capaz de lograr en el ámbito de la aviación comercial.
Tras el siniestro, todos los Concorde fueron puestos en tierra. Se emprendió un ambicioso programa de modificaciones que incluyó el rediseño de los depósitos de combustible, la instalación de refuerzos internos con materiales como el Kevlar, la mejora del sistema de frenos y el desarrollo de neumáticos más resistentes. Técnicamente, el avión volvió a volar mejor preparado que nunca.
Pero había algo que no podía repararse: la confianza pública. El aura de invulnerabilidad que rodeaba al Concorde se desmoronó en Gonesse.
La puntilla llegó poco después, en septiembre de 2001. Los atentados del 11-S provocaron un desplome sin precedentes en la demanda de vuelos transatlánticos, especialmente en el segmento de los viajes de negocios de alta gama, al que el Concorde se dirigía casi en exclusiva. Los costes operativos, ya de por sí extraordinarios, se volvieron insostenibles. Ni Air France ni British Airways —únicos operadores del modelo— encontraron razones económicas ni comerciales para mantenerlo en servicio.
La decisión era ya ineludible: en 2003, el Concorde fue retirado definitivamente del servicio. Con él, desaparecía no solo un avión, sino una visión del futuro que había quedado atrás.
A la caída de la demanda y al coste desproporcionado de operación se sumaban otras barreras ya difíciles de sortear. Las restricciones legales al sobrevuelo de zonas habitadas, cada vez más estrictas; las presiones medioambientales, alimentadas por su elevadísimo consumo de combustible y sus emisiones contaminantes; y, sobre todo, las limitaciones impuestas por el ruido —en especial el estampido sónico (sonic boom)—, que hacía inviable su operación sobre tierra firme. Todo ello lo fue relegando, poco a poco, a un puñado de rutas transoceánicas y a una clientela cada vez más reducida.
El Concorde se convirtió así en una anomalía técnica: brillante, pero insostenible. Y fue así como terminó la historia del único avión comercial supersónico de pasajeros que llegó a operar con éxito. Una joya de la ingeniería, capaz de cruzar el Atlántico en apenas tres horas, a más del doble de la velocidad del sonido, pero también un vestigio de una época que ya no volvería.
Hoy, un cuarto de siglo después de aquel accidente, el Concorde sigue representando un sueño tecnológico que se estrelló contra la realidad económica, medioambiental y cultural del siglo XXI.
No fue el accidente lo que lo mató. Pero sí fue, sin duda, el punto de no retorno.
Fuentes y referencias:
· Informe final del BEA del accidente del vuelo 4590 de Air France (PDF)
Si quieres conocer este accidente en mayor profundidad, así como la fascinante —y a menudo desconocida— historia de la aviación comercial supersónica, te invito a leer mi libro Algo espantoso está a punto de ocurrir . En él dedico un capítulo completo a analizar en detalle el accidente del vuelo 4590 del Air France, y explico tanto la cadena de fallos que condujo a la tragedia del Concorde como el contexto histórico y tecnológico que rodeó el auge y la caída de esta era. También encontrarás un recorrido por el desarrollo del Túpolev Tu-144, su rival soviético, y por los sueños frustrados de una generación que quiso volar más alto y más rápido... pero no pudo sostenerlo.
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